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Compartimos un enlace en el que con mucha autoridad se defiende la producción agroecologica como la producción del futuro de la humanidad. El esquema de monocultivos en el marco de la "(contra) revolución verde", no es sostenible y ésta arrasando la vida en el planeta, incluyendo a los seres humanos. La devastación que ha creado en los ecosistemas naturales contribuye enormemente al calentamiento global, la generación de enfermedades y el hambre de los pueblos del mundo. Alimenta a los monopolios capitalistas pero degrada, enferma y desplaza a los pueblos. La agroecologia es la alternativa que conserva la biodiversidad y promueve las prácticas productivas acordes a los ciclos de la naturaleza, al tiempo que dignifica a los trabajadores. La gran pregunta es, si como dicen los autores, "la transición hacia la agroecología para una agricultura socialmente más justa, económicamente viable, ambientalmente sana y saludable, será el resultado de la confluencia entre movimientos sociales rurales y urbanos, que en forma coordinada trabajen para la transformación radical del sistema alimentario globalizado", ¿como será posible esta transformación radical de la agricultura dejando intactas las estructuras del sistema socioeconómico capitalista que se le opone?
Imagen: pixabay
Colombia, como buena parte del continente, lleva décadas con la sombra de la Doctrina Seguridad Nacional, la que identifica al enemigo en el interior de la sociedad. La lógica de las Fuerzas Militares y el nuevo Código de Policía no cambian nada.
Chucho Peña era un muchacho de Medellín enamorado de las letras. Escribió hasta el último día, antes de que lo mataran de “plomo y poesía”, como dicen sus versos más famosos. Chucho, teatrero en su ciudad natal, se mudó a Bucaramanga en 1982, cuando apenas tenía veinte años, para sumarse a un proyecto artístico y popular en esa ciudad. Andaba siempre de boina, mochilita y los jeans muy ajustados, con un atril bajo el brazo que usaba para colocar sus papeles. “Tan sólo es necesario vestirnos color de poesía; impregnarnos la frente de fragancia verso libre; ser prototipos del estilo canto sin barreras; caminar del lado de la vida, duro contra el viento, para que seamos declarados elementos fuera de orden”, puso en uno de esos papeles. Chucho recitaba en las sedes de los sindicatos, en las cafeterías de la Universidad Industrial del Santander, en los barrios más pobres, en las marchas del Primero de Mayo, en las huelgas de los obreros, en las plazas públicas. Un día recibió una amenaza, lo tildaban de “enemigo de la democracia”. Durante meses tuvo la certeza de que unos desconocidos lo seguían y un oficial del Ejército terminó involucrado en su desaparición. El 30 de abril de 1986, dos hombres armados lo obligaron a subir a una motocicleta y su cuerpo apareció días después en una zona rural con las uñas arrancadas, varios disparos, una veintena de puñaladas y otros signos de tortura. “El hierro nunca gustó de la palabra: siempre tuvo miedo de los gestos”, escribió Chucho en otro de sus poemas.
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En 1976, el dictador chileno Augusto Pinochet explicó en un discurso público la esencia de su gobierno: “Frente al marxismo convertido en agresión permanente, será imperioso confiar el poder a las Fuerzas Armadas y del Orden, pues sólo ellas disponen de la organización, de los medios necesarios para hacerles frente. Esa es la verdad profunda de lo que pasa en una gran parte de nuestro continente, bien que algunos se niegan a reconocerlo públicamente”. Pinochet, el militar que derrocó a Salvador Allende, un presidente electo democráticamente y amado por su pueblo. Pinochet, el que implantó una dictadura con más de 30.000 víctimas entre muertos y desaparecidos, resumía la esencia de los regímenes militares en Uruguay, Brasil y Argentina: “Para enfrentar la acción del enemigo hay que establecer regímenes fuertes que puedan, además, neutralizar a los que les permiten actuar”. ¿Quién era ese enemigo? ¿Dónde se encontraba? ¿Cómo había que enfrentarlo?
La Doctrina de la Seguridad Nacional y del “enemigo interno” fue el eje de la política exterior estadounidense en el marco de la confrontación con la Unión Soviética durante la llamada Guerra Fría. Según una resolución aprobada por la Cámara de Representantes de los Estados Unidos el 20 de noviembre de 1965, sería imperativo contener el avance del “comunismo internacional” en los países del hemisferio occidental mediante acciones de contrainsurgencia y aniquilamiento de las amenazas internas que pudieran desestabilizar los gobiernos locales. Ya había un paradigma conocido: la Revolución Cubana. En América Latina, el famoso “enemigo interno” era cualquier actor o movimiento social que se opusiera a los intereses estadounidenses y a los de las élites locales. En la mayoría de los casos, la intervención de los Estados Unidos no tendría que ser directa, a través de invasiones y guerras abiertas, sino que se canalizaba con el apoyo a las Fuerzas Armadas de cada país, a veces llegando a instaurar regímenes militares. Durante aquellos años predominaron la realización de operaciones encubiertas y la creación de grupos paramilitares con ideología de derecha en todo el continente.
El Ejército de los Estados Unidos instaló en Fort Benning la famosa Escuela de las Américas, una academia de formación ideológica y militar por donde desfilaron miles de generales y mandos medios de los ejércitos de Latinoamérica, donde se formaban en técnicas de contrainsurgencia que incluían sofisticados métodos de tortura y un fuerte componente ideológico anticomunista. Por la Escuela de las Américas pasaron buena parte de los golpistas del Cono Sur, y un elevado número de militares implicados en graves violaciones de los Derechos Humanos. Citemos un ejemplo cercano, el del general Rito Alejo del Río, el “carnicero de Urabá”, quién propició algunas de las peores matanzas ocurridas en esa región del país, se había graduado de la Escuela de las Américas en 1967. Citemos otro, el del general Jaime Uscátegui y el teniente coronel Hernán Orozco, responsables de la masacre de Mapiripán, ambos habían seguido cursos especializados en la Fort Benning.
Los resultados más evidentes de la Doctrina de Seguridad Nacional fueron una serie de dictaduras, golpes de Estado y regímenes gobernados por juntas de generales y coroneles, que provocaron cientos de miles de muertos, torturados, exiliados y desaparecidos en todo el continente. No obstante, hubo una consecuencia más profunda: la apropiación que hicieron las élites locales de dicha doctrina, que resultó un instrumento eficaz para mantener sus privilegios y reprimir cualquier tipo de oposición política y social, no necesariamente de izquierda. El “enemigo interno” podía ser cualquier cosa, podía ser la marcha de obreros que exigía mejores salarios, o un obispo incómodo denunciando a los criminales desde el púlpito; una confederación sindical que pusiera en jaque a los industriales, o cierta asociación de estudiantes críticos y rebeldes, o aquel movimiento campesino que luchaba por la tierra, o el grupo de madres que buscaba a sus hijos desaparecidos… Aquello desembocó en sociedades supremamente represivas, donde las Fuerzas Armadas no estaban destinadas a defender la soberanía y las fronteras del país, sino que masacraban a sus propios compatriotas. Todo ello quedó inscrito en lo que Harold Lasswell llamó el “Estado militar”, cuyo propósito central en el fondo siempre es el mismo: “Impedir que la izquierda política tome o conserve el poder, cualquiera sea la vía que use, y restaurar las condiciones decimonónicas de las relaciones de producción para posibilitar la aplicación de un modelo capitalista de desarrollo”.
Conviene recordar que durante uno de sus torpes arrebatos de desparpajo cínico, el presidente Julio César Turbay, célebre por el Estatuto de Seguridad con el que las Fuerzas Armadas cometieron impunemente torturas, desapariciones y asesinatos selectivos de opositores, declaró que en Colombia “o se gobierna con los militares, o no se gobierna”.
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“La idea del enemigo interno hace parte de la doctrina militar que históricamente tiene este país y desafortunadamente no ha sido tocada”, asegura Adriana Arboleda, abogada y defensora de derechos humanos de la Corporación Jurídica Libertad. “Es una de las famosas líneas rojas en los procesos de negociación, tanto con las FARC como con el ELN. El Gobierno con su estamento militar se ha negado a discutir esa doctrina”.
Tras las negociaciones de paz se suponía que el país iba a transitar a un escenario de posconflicto donde la oposición armada de las guerrillas iba a desaparecer, por ende, resultarían desproporcionadas unas Fuerzas Armadas tan grandes –unos 500.000 miembros- y con tanto poder. Pero la lógica fue opuesta: se incrementó el presupuesto de Defensa; se intentó ampliar el fuero y la Justicia Penal Militar, para que los miembros del Ejército implicados en delitos y violaciones de derechos humanos no pudieran ser juzgados; se presionó desde muchos sectores al Ejecutivo buscando que ni las Fuerzas Armadas ni sus servicios de inteligencia acabaran investigados por la Comisión de la Verdad…
“¿Dónde están los informes de inteligencia que han posibilitado todas las persecuciones a los líderes sociales, a los defensores de derechos humanos?”, pregunta Adriana Arboleda. “Los militares tienen un gran poder para incidir en la vida política del país, para trazar mecanismos que restringen la democracia, que restringen la oposición política, mecanismos que también han favorecido el impulso de grupos paramilitares. Gran parte de las dificultades que tiene el proceso de paz tienen que ver con eso, con la imposibilidad de transitar hacia una nueva institucionalidad”, concluye la abogada.
Justo cuando se terminaban de afinar los últimos detalles en La Habana, el Gobierno tramitó un nuevo Código de Policía que entró a regir en enero de 2017. Esta ley otorga inmenso poder y facultades excepcionales a la institución policial y, en menor medida, a los alcaldes. Los uniformados pueden detener ciudadanos a su antojo, sellar negocios o realizar allanamientos sin órdenes judiciales previas. Los alcaldes pueden prohibir manifestaciones y reuniones públicas de sus opositores, eso hizo recientemente el mandatario de Cúcuta con un evento público del candidato presidencial Gustavo Petro. El Código, que se presentó ante la opinión pública como una ley para mejorar la seguridad y la convivencia, en realidad contiene disposiciones que restringen la protesta social y las libertades individuales. “Además de inconstitucional, es una vergüenza. Tiene un propósito claro: limitar y judicializar la protesta social”, asegura Adriana Arboleda, quien participó de una de las demandas colectivas que varias organizaciones de derechos humanos interpusieron en contra del nuevo Código de Policía.
“Hay mucha presión del empresariado, porque no quieren paros, no quieren huelgas, dicen que se ataca la infraestructura, que se inmoviliza el transporte. Creemos que ahí hay intereses concretos”, prosigue Adriana Arboleda. “Ha habido reuniones donde han llegado los empresarios, la lógica que ellos tienen es que cada que hay protesta social se afecta la economía, así que cada paro y cada huelga se decreta ilegal”.
Pero el nuevo Código de Policía revela algo más grave aún: que la Fuerza Pública sigue operando con las lógicas de la Doctrina de Seguridad Nacional y del enemigo interno. Por eso, un bloqueo de la vía al Chocó, llevado a cabo pacíficamente por una comunidad indígena, se salda con el asesinato de uno de sus líderes a manos del tropas del Ejército. Por eso, la única respuesta del Estado a una protesta de cocaleros en Nariño es un operativo de policías con fusiles que termina con la masacre de los campesinos desarmados. “Esta es una doctrina que fomenta la brutalidad policial”, explica Adriana. “Nosotros, por ejemplo, hemos pedido el desmonte del ESMAD, no puede haber una figura como esa con una fuerza de choque y confrontación tan agresiva contra la gente que se moviliza. El número de muertos o heridos cada que hay una protesta es tremendo”.
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Nicolás Neira era un joven bogotano de quince años, todavía un niño, vegetariano, amante de los animales. El Primero de Mayo de 2005, Nicolás estaba en la calle 24 del centro de Bogotá comprando unos libros para el colegio cuando vio unos compañeros suyos en la tradicional marcha de los trabajadores. Lo saludaron. Los saludó. Decidió unirse a la manifestación. Seis cuadras más adelante –exactamente en la carrera 7 con calle 18– el Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía arremetió contra la protesta: rociaron gases lacrimógenos, apalearon a los marchantes, dispararon recalzadas. Nicolás, asmático y frágil, quedó atrapado, cayó indefenso al suelo y perdió el conocimiento. Los policías le propinaron más de doce golpes entre porrazos y patadas, todos en la cabeza. Antes de morir, Nicolás permaneció cinco días en coma en una unidad de cuidados intensivos, hasta donde llegaron agentes de civil para hostigar a su padre, Yuri Neira, hoy exiliado por amenazas de muerte. Más tarde, la Policía afirmó, sin ningún fundamento, que Nicolás Neira pertenecía a un peligroso grupo de anarquistas que los uniformados intentaban contener durante las manifestaciones del Primero de Mayo. Tenían que preservar el orden.
Fuente: https://colombiaplural.com/la-doctrina-siniestra/
La historia de la esclavización contemporánea sigue germinando en los predios del Ingenio Risaralda. Y la historia de la injusticia y la represión se resume en la vida de Carlos Ossa. ¿Sabes quién es?
Texto: Camilo Alzate | Fotografía: Rodrigo Grajales
Carlos Ossa ya no sabe leer, ni contar, y olvidó cosas tan importantes como montar en bicicleta, descifrar los números del reloj o recordar la fecha. Carlitos –así le dicen aunque mide casi dos metros– tampoco sabe agarrar el machete como lo hacía antes para cortar caña de azúcar… algunas veces ni siquiera consigue mantener el equilibrio para seguir de pie. Carlos Ossa, padre de dos niñas y activista sindical de los corteros de caña del Ingenio Risaralda, recibió en la cara un disparo de gas lacrimógeno que le reventó el ojo derecho durante las protestas que los obreros realizaron el 5 marzo de 2015 exigiendo contratación directa. Con el impacto cayó al suelo y una docena de miembros del ESMAD lo rodearon y apalearon y machetearon hasta dejarlo sin consciencia. Cuando fue rescatado tenía fracturas en el esternón y las costillas y un machetazo en la cabeza que le partió el cráneo. Los médicos dijeron que había perdido parte del cerebro y probablemente iba a morir pronto. Si sobrevivía, advirtieron, quedaría para siempre como un vegetal.
Once días más tarde Carlitos despertó. Había perdido la memoria, sufrió una reducción de la movilidad y lo atacaban dolores espantosos en la cabeza. No obstante, supo que sus compañeros consiguieron un salario más justo y mejores condiciones laborales gracias a él. Y aunque olvidó muchas cosas, no se arrepiente. Tampoco olvida que su ojo derecho y sus facultades fueron parte del precio que los obreros pagaron por conseguir que se cumplieran sus derechos básicos.
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El Ingenio Risaralda fue un gran proyecto agroindustrial creado con fondos públicos del departamento entre las décadas del sesenta y setenta en asocio con grandes terratenientes que acaparaban las mejores tierras del valle del río Risaralda. Aquellos terrenos fértiles ocultaban una vieja historia de despojo a las comunidades negras asentadas en el Cañaveral del Carmen, el poblado de pescadores y tabacaleros que fue arrasado a comienzos del siglo XX por los colonos antioqueños. Posteriormente, en los años sesenta de ese mismo siglo, durante la fallida reforma agraria del presidente Carlos Lleras, los hacendados del valle “barrieron” sus fincas desalojando a los campesinos para evitar que reclamaran derechos sobre las tierras. La implantación de los enormes cultivos de caña y de una factoría para procesarla en azúcar fue la estrategia que rentabilizó y valorizó con dineros públicos las enormes propiedades particulares de un puñado de familias ricas de Pereira y Manizales.
Así, el Ingenio se convirtió en la principal empresa agrícola de la región, con influencia sobre territorios de municipios como Cartago, Obando y Ansermanuevo en el Valle del Cauca, La Virginia, Apía, Santuario, Balboa y Pereira en Risaralda, y Belalcázar y Viterbo en Caldas. Según datos de la misma empresa, el Ingenio aprovecha alrededor de unas 11.000 hectáreas sembradas de caña de azúcar en el valle del río Risaralda y el norte del Valle del Cauca, que se destinan a la elaboración de azúcar y alcohol carburante. Este volumen de producción supone el corte de más de un millón de toneladas de caña cada año, una labor durísima que realizan los “corteros” o “iguazos”, la mayoría de ellos son jornaleros rurales de la región, hijos o nietos de los antiguos aparceros y campesinos del río Risaralda.
A comienzos de los noventa, con la liberalización económica y la furia privatizadora que siguió al gobierno de César Gaviria Trujillo, el departamento de Risaralda y las corporaciones públicas que tenían acciones en el Ingenio vendieron su participación. Hoy el principal accionista del Ingenio Risaralda es el grupo económico de Carlos Ardila Lülle, quien es el mismo propietario de Postobón y RCN. Ardila Lülle, uno de los hombres más ricos y poderosos del país, también posee el control de la mayor parte de ingenios azucareros del Valle del Cauca, lo que le otorga un dominio casi absoluto del monopolio del azúcar en Colombia.
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Juan de la Rosa es famoso en La Virginia por un puesto de cachivaches en la plaza de mercado y por su vieja militancia izquierdista. Hubo un tiempo en que era el único que repartía propaganda del Polo Democrático en su pueblo y echaba rollos sobre el antiimperialismo y la revolución a cuanto cliente se arrimara a comprarle un trapo para la cocina. Cuando los corteros de caña del Ingenio llegaban los domingos a mercar, Juan les hablaba de la injusticia, de luchar por sus derechos, de la necesidad de organizarse… La mayoría lo escuchaba con temor, otros pasaban de largo. “En el Valle unos compañeros trataron de organizar a los corteros” –cuenta- “yo venía con esa orientación: cogía los comunicados que llegaban del Valle y me iba sólo en la madrugada, a pié, a repartirlos en los sitios donde ellos esperaban el bus”.
En 2008, después de la huelga de 54 días con la que los corteros paralizaron el sector azucarero del Valle del Cauca en protesta por las terribles condiciones de precarización y sobreexplotación laboral, comenzó el proceso de organizar sindicatos en los diferentes ingenios. Algunos activistas revivieron a SINTRAINAGRO, una antigua agrupación casi extinta a punta de matanzas y persecuciones que agremió a miles de jornaleros y trabajadores de las plantaciones bananeras del Urabá. Los corteros del Ingenio Risaralda no alcanzaron a participar de este movimiento pero seguían con atención los hechos. Por esos años el Ingenio había comprado dos modernas máquinas de corte que reemplazaban el trabajo de cien hombres sobre el terreno, lo que agravó sus preocupaciones.
Ninguno de los corteros era contratado directamente por la empresa, sino por alguno de los seis subcontratistas con los que el Ingenio acordaba las labores de corte. Por eso, en teoría, era imposible reclamar algo ante los patrones y mucho menos formar cualquier tipo de asociación sindical. Como si fuera poco, los subcontratistas no pagaban un salario fijo, sino montos a destajo sobre las toneladas cortadas por precios irrisorios; los obreros tenían que trabajar domingos, festivos y hasta de noche, sin recargos ni pago de horas extras; no tenían derecho a vacaciones, ni liquidación y podían ser despedidos en cualquier momento. A fin de mes, cuando salían las cuentas de toneladas cortadas y días trabajados, muchos obreros no alcanzaban siquiera los topes del salario mínimo. Arnobio Estrada, uno de los dirigentes, cuenta indignado que a veces los contratistas encendían la luz de los buses y apuntaban hacia el cultivo para que los corteros siguieran trabajando hasta la noche. “Nos pagaban la quincena un lunes y desde el jueves o viernes anterior había gente sin comida en la casa”. Cuando hablan de aquello todos emplean la misma palabra: esclavitud. “Era de oscuro a oscuro”, dice uno: “Llegábamos por la noche y no encontrábamos ni la familia porque todos estaban dormidos”.
“Yo seguí yendo todos los días con un megáfono, solo, a hablar en la puerta del Ingenio” recuerda Juan de la Rosa. “Todos se alegraban cuando me veían, pero siempre con ese miedo tan verraco”. Eso fue entre 2010 y 2013, hasta que un día apareció Arley Bonilla, un afrocolombiano con vocación de líder nato, que comenzó a reunirse con Juan por la noche en un lote baldío, en secreto, invitando cada vez a más compañeros. En cierta ocasión llegaron quince corteros; luego veinte, después treinta… En una de esas reuniones estuvo Adolfo Tigreros, el conocido dirigente de los cañeros en Palmira. Por fin, un viernes de mediados de 2013 convocaron a una reunión secreta en Cartago a la que llegaron 48 obreros. Deliberaron hasta las tres de la madrugada, el propósito era fundar un sindicato y nadie podía enterarse pues corrían el riesgo de que los echaran del trabajo al día siguiente.
Una vez hecho el papeleo y formalizadas las cosas, los corteros convocaron una segunda asamblea, ahora sí abierta y pública. Ese día llegaron y se afiliaron 350 obreros que salieron marchando por las calles de La Virginia y gritando arengas contra la explotación laboral. Después, el 21 de febrero de 2014 medio millar de corteros de caña marcharon hasta Pereira exigiendo la contratación directa y el fin de los abusos; de no lograr un acuerdo irían a la huelga.
Arley Bonilla, el presidente del sindicato de corteros del Ingenio Risaralda, afirma que hoy en día buena parte de las labores del Ingenio están tercerizadas. Aunque la tercerización es ilegal, los empresarios siempre encuentran baches jurídicos y fórmulas para implantarla. Esta es una estrategia económica de las grandes empresas para burlar impuestos y responsabilidades directas con sus trabajadores: de este modo no asumen vínculos directos, no pagan parafiscales, y ahorran costos de planta. Colombia Plural intentó una entrevista con los representantes del Ingenio Risaralda para que explicaran por qué mantuvieron durante más de diez años este modelo de vinculación laboral, sin embargo, no hubo respuesta.
Pero quizá la peor consecuencia de la tercerización es que anula la organización de los obreros, pues al no tener contratos directos con la empresa no pueden formar sindicatos y generalmente deben entenderse con subcontratistas arbitrarios y violentos que imponen condiciones leoninas de trabajo. Ante cualquier protesta o intento de organización la respuesta inmediata de los subcontratistas es poner a los revoltosos en la calle y contratar a nuevo personal. “La cuestión es que a la gente le da miedo ir a dar una pelea porque no hay una fuerza, es muy difícil cuando no hay masa, cuando no hay fuerza para sindicalizarse” se lamenta Arley.
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El mismo día en que los corteros del Ingenio Risaralda declararon la huelga exigiendo la vinculación directa por parte de la empresa, el 5 de marzo de 2015, el ESMAD los atacó de madrugada a la entrada de la factoría donde estaban acampando. Al final, hubo varios heridos graves y cuantiosos daños materiales, la batalla campal sólo se detuvo cuando los corteros tomaron las instalaciones del Ingenio y amenazaron con prender fuego a los tanques de combustible si la Policía no se retiraba. Se cuenta que un alto general de la Policía en Bogotá tuvo que intervenir con una llamada para frenar la brutalidad de los antidisturbios, que parecían dispuestos a destruir las instalaciones del Ingenio. Ante el escándalo y la presión de los obreros, los empresarios se vieron forzados a negociar y tras una dura pugna se firmó, después de muchos años, una convención colectiva entre el Ingenio Risaralda y los corteros de caña, que consiguieron una modalidad de contratación más ventajosa y evidentes mejoras en sus condiciones de trabajo. Por una vez los trabajadores habían ganado.
Desde esa madrugada Carlos Ossa, Carlitos, no puede trabajar, ni montar en bicicleta, ni entender los números del reloj. “Yo era un hombre alentado” –dice- “pero mire como me dejaron esos bandidos”. La empresa jamás respondió por él, argumentando que no era un empleado del Ingenio sino de los subcontratistas, por eso Carlitos no ha logrado conseguir una jubilación por invalidez. Sus compañeros recogen dinero cada mes para aportarle al mantenimiento de la familia, hacen colectas con qué pagar los tratamientos y se turnan para acompañarlo en la interminable sucesión de citas médicas. Jamás lo han abandonado.
Por las tardes, cuando los corteros regresan al barrio empapados de sudor tras la faena concluida, lo saludan desde la puerta y él responde a cada uno llamándolo por su nombre. Ellos lo respetan, lo admiran. “A mí no me tocó esta época, mire cómo me dejaron”, insiste “pero vivo contento con los compañeros que ahora tienen buena comidita y se compuso la situación, con sacrificios. Tenía que ocurrir lo que ocurrió para que las cosas se cuadraran. Es dura la vida. Tenían que dejarme a mí inválido para que las cosas se cuadraran, así tenía que ser”.
Fuente: https://colombiaplural.com/la-parabola-carlitos/