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Variaciones sobre un tema de Bertolt Brecht

Primero se murieron los peces, pero no me importó porque yo no era pez.


Luego se murieron los pájaros, pero tampoco me importó porque yo no era pájaro.


Enseguida se murieron los árboles, pero como no era árbol tampoco me importó.


Después empezó a morir la gente, pero como no eran familiares míos guardé silencio.


Ahora el que muero soy yo… ¡pero ya es tarde!



Inspirado en el libro “La primavera silenciosa” de Rachel Carson y en una noticia
sobre el río más contaminado de México.

Extracto de obra de Bertolt Brecht: La Inquisición ratifica que la Tierra, inmóvil, es el centro del universo

El 16 de febrero de 1616, Galileo Galilei, considerado como el padre de la astronomía moderna, fue convocado por el Santo Oficio por oponerse a la teoría aristotélica del universo. Ésta establecía que la Tierra permanecía inmóvil en el centro del universo y todos los astros giraban en torno suyo.

Contrariando la teoría geocéntrica, Galileo retomó las ideas de Copérnico y desarrolló una teoría heliocéntrica, que sostenía que el sol era el verdadero centro del sistema y los demás planetas, incluida la Tierra, debían girar en torno suyo. Esto supuso un enconado enfrentamiento con la Iglesia, ya que las teorías sostenidas por Galilei contradecían las enseñanzas bíblicas de la Tierra como centro del universo.

A finales de febrero de 1616, la Inquisición condenó el sistema copernicano como “falso y opuesto a las Sagradas Escrituras” y a Galilei se le dio instrucciones de abandonar la defensa de esas ideas. Galilei guardo silencio, pero años más tarde, tras la publicación en 1632 del libro Diálogo sobre los sistemas máximos, fue convocado a Roma por la Inquisición acusado de “sospecha grave de herejía”. En 1633 Galilei fue obligado a abjurar de sus creencias y condenado a prisión perpetua. Más tarde se le permitiría cumplir su condena en su quinta de Arcetri.

En 1992, una comisión papal reconoció el error del Vaticano y Galileo Galilei es hoy un símbolo de la lucha contra el oscurantismo y de la libertad en la investigación científica.

A continuación incluimos un fragmento de la obra Galileo Galilei, escrita entre 1938 y 1939 por el dramaturgo alemán Bertolt Brecht.

Capítulo VIII: Un diálogo.

(En el palacio de la Legación florentina, en Roma, escucha GALILEI al PEQUEÑO MONJE, que, luego de la sesión del Colegio Romano, le había comunicado furtivamente el veredicto del Astrónomo Pontificio.)

GALILEI. — ¡Hable, continúe! La vestimenta que usted lleva le da siempre derecho a decir lo que se le ocurra. 

EL PEQUEÑO MONJE. — Señor Galilei, desde hace tres noches no puedo conciliar el sueño. No sabía cómo hacer compatible el decreto que he leído con los satélites de Júpiter que he visto. Por eso me decidí a decir misa bien temprano para venir a verlo.
 
Se me han revelado los peligros que traería para la Humanidad un afán desenfrenado de investigar, y por eso he decidido renunciar a la astronomía. Pero quisiera hacer conocer a usted los motivos que pueden llevar a un astrónomo a abstenerse de continuar trabajando en la elaboración de cierta teoría. 

GALILEI. — Me permito decirle que esos motivos son ya de mi conocimiento.
 

EL PEQUEÑO MONJE. — Comprendo su amargura. Usted piensa en ciertos y extraordinarios poderes de la Iglesia. Pero yo quisiera nombrarle otros. Permítame que le hable de mí. Yo he crecido en el campo, soy hijo de campesinos, de gente sencilla. Ellos saben todo lo que se puede saber sobre el olivo, pero de otra cosa muy poco saben. Mientras observo las fases de Venus veo delante de mí a mis padres, sentados con mi hermana cerca del hogar, comiendo sus sopas de queso. Veo sobre ellos las vigas del techo que el humo de siglos han ennegrecido, y veo claramente sus viejas y rudas manos y la cucharilla que ellas sostienen.
 A ellos no les va bien, pero aun en su desdicha se oculta un cierto orden. Ahí están esos ciclos que se repiten eternamente, desde la limpieza del suelo a través de las estaciones que indican los olivares hasta el pago de los impuestos. Las desgracias se van precipitando con regularidad sobre ellos. Las espaldas de mi padre no son aplastadas de una sola vez sino un poco todas las primaveras en los olivares, lo mismo que los nacimientos que se producen regularmente y van dejando a mi madre cada vez más como un ser sin sexo. De la intuición de la continuidad y  necesidad sacan ellos sus fuerzas para transportar, bañados en sudor, sus cestos por las sendas de piedra, para dar a luz a sus hijos, sí, hasta para comer. Intuición que recogen al mirar el suelo, al ver reverdecer los árboles todos los años, al contemplar la capilla y al escuchar todos los domingos el Sagrado Texto. Se les ha asegurado que el ojo de la divinidad está posado en ellos, escrutador y hasta angustiado, que todo el teatro humano está construido en torno a ellos, para que ellos, los actores, puedan probar su eficacia en los pequeños y grandes papeles de la vida. ¿Qué dirían si supieran por mí que están viviendo en una pequeña masa de piedra que gira sin cesar en un espacio vacío alrededor de otro astro? Una entre muchas, casi insignificante. ¿Para qué entonces sería ya necesaria y buena esa paciencia, esa conformidad con su miseria? ¿Para qué servirían ya las Sagradas Escrituras, que todo lo explican y todo lo declaran como necesario: el sudor, la paciencia, el hambre, la resignación, si ahora se encontraran llenas de errores? No, veo sus miradas llenarse de espanto, veo cómo dejan caer sus cucharas en la losa del hogar, y veo cómo se sienten traicionados y defraudados. ¿Entonces no nos mira nadie?, se preguntan. ¿Debemos ahora velar por nosotros mismos, ignorantes, viejos y gastados como somos? ¡Nadie ha pensado otro papel para nosotros fuera de esta terrena y lastimosa vida! Papel que representamos en un minúsculo astro, que depende totalmente de otros y alrededor del cual nada gira. En nuestra miseria no hay, pues, ningún sentido. Hambre significa sólo no haber comido y no es una prueba a que nos somete el Señor; la fatiga significa sólo agacharse y llevar cargas, pero con ella no se ganan méritos. ¿Comprende usted que yo vea en el decreto de la Sagrada Congregación una piedad maternal y noble, una profunda bondad espiritual? 

GALILEI. — ¡Bondad espiritual! Tal vez usted quiera decir que ahí no queda nada, que el vino se lo han vendido todo, que sus labios están resecos, ¡que se pongan entonces a besar sotanas! ¿Y por qué no hay nada? ¿Porque el orden en este país es sólo el orden de un arca vacía? ¿Porque la llamada necesidad significa trabajar hasta reventar? ¡Y todo esto entre viñedos rebosantes, al borde de los trigales!
 Sus campesinos son los que pagan las guerras que libra en España y Alemania el representante del dulce Jesús. ¿Por qué sitúa él la Tierra en el centro del Universo? Para que la silla de Pedro pueda ser el centro de la Humanidad. Eso es todo. ¡Usted tiene razón cuando me dice que no se trata de planetas sino de los campesinos! Y no me venga con la belleza de fenómenos que el tiempo ha adornado. ¿Sabe usted cómo produce sus perlas la ostra margaritífera? Encerrando con peligro de muerte un insoportable cuerpo extraño, un grano de arena, por ejemplo, rodeándolo con su mucosa. La ostra da casi su vida en el proceso. ¡Al diablo con la perla! Yo prefiero las ostras sanas. Las virtudes no tienen por qué estar unidas a la miseria, mi amigo. Si su gente viviera feliz y cómoda podrían  desarrollar las virtudes de la felicidad y del bienestar. Ahora, en cambio, las virtudes de esos exhaustos provienen de exhaustas campiñas y yo no las acepto. 

EL PEQUEÑO MONJE (con gran emoción).
 — ¡Los más sagrados motivos son los que nos obligan a callarnos! ¡Es la tranquilidad espiritual de los desdichados! 

GALILEI. — ¿Quiere usted ver un reloj labrado por Cellini que esta mañana entregó aquí el cochero del Cardenal Belarmino? Amigo mío, en recompensa de que yo, por ejemplo, deje a sus padres la tranquilidad espiritual, las autoridades me ofrecen el vino de las uvas que sus padres pisan en los lagares, con sudorosos rostros, creados a imagen y semejanza de Dios. Si yo aceptara callarme sería, sin duda alguna, por motivos bien bajos: vida holgada, sin persecuciones, etcétera.
 

EL PEQUEÑO MONJE. — Señor Galilei, yo soy sacerdote.
 

GALILEI. — Pero también es físico. Y, por consiguiente, ve que Venus tiene fases.
 
La suma de los ángulos del triángulo no puede ser cambiada según las necesidades de la curia. No puedo calcular la trayectoria de los cuerpos estelares y al mismo tiempo justificar las cabalgatas de las brujas sobre sus escobas. 

EL PEQUEÑO MONJE. — ¿Y usted no cree que la verdad, si es tal, se impone también sin nosotros?
 

GALILEI. — No, no y no.
 Se impone tanta verdad en la medida en que nosotros la impongamos. La victoria de la razón sólo puede ser la victoria de los que razonan. Vosotros pintáis a vuestros campesinos como el musgo que crece sobre sus chozas. ¡Quién puede suponer que la suma de los  ángulos del triángulo puede contradecir las necesidades de esos desgraciados! Eso sí, que si de una vez por todas no despiertan y aprenden a pensar, ni las mejores obras de regadío les van a servir de algo. ¡Qué diablos!, yo veo su divina paciencia, pero, ¿qué se ha hecho de su divino furor?

Fragmento de Kalendergesschichten

Bertolt Brech, Kalendergesschichten, citado por Everett Reimer, en La escuela ha muerto. Barral, Barcelona, 1975)

“Si los tiburones fueran personas”, preguntó al señor K. la hijita de su arrendadora, “¿se portarían mejor con los pececillos?” “Por supuesto” dijo él. “Si los tiburones fueran personas harían construir en el mar unas enormes cajas para los pececillos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto vegetales como animales. Se encargarían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían toda clase de medidas sanitarias. Si por ejemplo un pez se lastimara su aleta, le pondrían inmediatamente un vendaje de modo que el pececillo se les muriera a los tiburones antes de tiempo. Para que los pececillos no se entristecieran, se celebrarían algunas veces grandes fiestas acuáticas, pues los pececillos alegres son mucho más sabrosos que los tristes. Por supuesto, en las grandes cajas habría también escuelas. Por ellas los pececillos aprenderían a nadar hacia las fauces de los tiburones. Necesitarían, por ejemplo, aprender geografía de modo que pudiesen encontrar fácilmente a los tiburones que andan perezosamente tumbados en alguna parte. La asignatura principal, será naturalmente la educación moral del pececillo. Se les enseñaría que para un pececillo lo más grande y lo más bello es entregarse con alegría, y que todos debían creer en los tiburones, sobre todo cuando estos les dijeran que iban a proveer un bello futuro. A los pececillos se les haría creer que este futuro solo estaría garantizado cuando aprendiesen a ser obedientes. Los pececillos deberían guardarse muy bien de toda inclinación vil, materialista, egoísta y marxista; y cuando alguno de ellos manifestara tales desviaciones, los otros deberían inmediatamente denunciar el hecho a los tiburones.

“…si los tiburones fueran personas, también habría entre ellos un arte, claro esta. Habría hermosos cuadros a todo color, de las dentaduras del tiburón, y sus fauces serian representadas como lugares de recreo donde se podría jugar y dar volteretas. Los teatros del fondo del mar llevarían a escena obras que mostraran a heroicos pececillos nadando entusiastamente en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que a su son, los pececillos se precipitarían fauces adentro, con la banda de música por delante, llenos de ensueño y arrullados por los pensamientos más agradables. Tampoco faltaría religión. Ella enseñaría que la ‘verdadera vida’ del pececillo comienza verdaderamente en el vientre de los tiburones. Y si los pececillos fueran personas dejarían de ser como hasta ahora, iguales. Algunos obtendrían cargos y serian colocados encima de otros. Se permitiría incluso que los mayores se comieran a los pequeños. Eso sería delicioso para los tiburones, puesto que entonces tendrían más a menudo bocados más grandes y apetitosos que engullir. Y los pececillos más importantes, los que tuvieran cargos, se cuidarían de ordenar a los demás. Y así habría maestros, oficiales, ingenieros de construcción de cajas, etc. EN OTRAS PALABRAS, SI LOS TIBURONES FUERAN PERSONAS, EN EL MAR NO HABRÍA MAS QUE CULTURA.”