[Poema número 26 de El spleen de París (Los pequeños poemas en prosa)]
¿De modo que quieres saber por qué hoy te aborrezco? Te será, sin duda, más difícil entenderlo que a mi explicártelo, pues creo que eres el más bello ejemplo de impermeabilidad femenina que pueda encontrarse.
Habíamos pasado juntos una larga jornada que me resultó corta. Nos habíamos prometido que nos comunicaríamos todos nuestros pensamientos el uno al otro y que, en adelante, nuestras almas serían una sola; ensueño que nada tiene de original, después de todo, a no ser que, soñándolo todos los hombres, nunca lo realizó ninguno.
Al anochecer, como estabas algo cansada quisiste sentarte en la terraza de un café nuevo que hacía esquina con un bulevar también nuevo y todavía lleno de escombros, que ya mostraba su esplendor inacabado. El café estaba resplandeciente. Hasta el gas de alumbrado desplegaba todo el fulgor de un estreno e iluminaba con toda su fuerza las paredes de una blancura cegadora, las superficies deslumbrantes de los espejos, los dorados de las molduras y cornisas, los mofletudos pajes arrastrados por perros con correas, las damas sonriendo al halcón posado en el puño, las Hebes y los Ganímedes ofreciendo con los brazos extendidos un ánfora con jaleas o un obelisco bicolor de helados con copete, toda la historia y toda la mitología puestas al servicio de la glotonería.
En la calzada, justo delante de nosotros, se había plantado un pobre hombre de unos cuarenta años, con cara de cansancio y barba entrecana, que llevaba de la mano a un niño, mientras sostenía en el otro brazo a una criaturita demasiado pequeña para andar. Estaba haciendo de niñera y llevaba a sus hijos a tomar el fresco de la noche. Todos iban andrajosos. Los tres rostros estaban extraordinariamente serios y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con igual admiración, que los años matizaban de modo diverso.
Los ojos del padre decían: “¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! ¡Parece como si todo el oro del mísero mundo se hubiera colocado en esas paredes!” Los ojos del niño: “¡Qué hermoso!, ¡qué hermoso!; ¡pero es una casa donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros!” Los ojos del más chico estaban fascinados de sobra para expresar cosa distinta de un gozo estúpido y profundo.
Dice la letra de una canción que el placer hace a las almas buenas y ablanda los corazones. Por lo que a mí refería, la canción tenía razón esa noche. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me sentía un tanto avergonzado de nuestros vasos y de nuestras jarras, mayores que nuestra sed. Había dirigido mis ojos a los tuyos, amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me había sumergido en los tuyos tan bellos y tan extrañamente dulces, en tus ojos verdes, habitados por el capricho e inspirados por la luna cuando me dijiste: “¡No soporto a esa gente con los ojos abiertos como platos! ¿No puedes decirle al dueño del café que los eche de ahí?”.
¡Tan difícil es entenderse, ángel querido, y tan incomunicable el pensamiento, aun entre seres que se quieren!
Charles Baudelaire
Imagen: Wikipedia.